De todas las artes es la pintura la que celebra con mayor certeza el milagro de la creación absoluta. Un solo cuadro enriquece y modifica para siempre la plenitud del universo. El azar impreciso del ejecutante nos esquiva la experiencia total de la música. El cotidiano usarse de las palabras para la gris rutina del vivir, lastra la poesía de imprescindibles impurezas. El pintor no tiene intermediarios, su instrumento y su materia son la esencia misma de lo que crea. Giotto no es solamente todo el ocaso medieval; es, además y por sobre todo, un mundo autónomo y vastísimo, paralelo al que asistiera a los albores del Renacimiento. Velázquez es más que la sombría crónica del atónito ocaso de los Austrias. Los soleados jardines mediterráneos de Bonnard sobreviven con inapelable vigencia al bastardo deterioro del mundo que los vio nacer.
Esto, para dejar bien clara mi certeza de la elocuente inutilidad de la palabra cuando nombra o se ocupa de la pintura. Toda la monumental arquitectura verbal de Malraux, al servicio de una pretendida meditación sobre la plástica, viene a parar más bien en un tratado sobre la experiencia de Dios intentado por un teólogo que se ignora. Propongo, dicho lo anterior, una precaria suma de impresiones sobre la pintura de Frederic Amat hecha en México. El milagro se instala con delirante elocuencia. Toda la abigarrada magia de un mundo secreto, todo el milenario vocerío de presencias y fuerzas que, para el común de los mexicanos, son materia familiar pero esquiva y negada siempre, toman posesión de un artista que hasta entonces había manejado con destreza mediterránea los demonios de su pintura.
Toda comparación es vana y solo denuncia la limitación de quien acude a ella para suplir una carencia verbal, pero no he podido dejar de pensar siempre en Malcolm Lowry al tiempo que recorría la obra de Amat nacida de su encuentro con México. Igual vértigo, idéntica certeza en los hallazgos, la misma entrega del hombre a potencias que le son familiares desde siempre pero que había descartado encontrar ya alguna vez en un mundo como este que padecemos, en donde solo reinan los monstruos de la razón a que aludía ese otro alucinado que es Don Francisco de Goya.
Hay en esta obra mexicana de Amat una minuciosidad amorosa en la narración y una certeza en el hallazgo de los signos que indican que su encuentro con México y, más precisamente con Oaxaca, pertenece al orden admirable de lo que estaba preparado desde siempre. Como sucede en tan excepcionales ocasiones, Amat va mucho más lejos, llega a regiones más recónditas de lo conseguido por otros artistas nacidos en México.
Encuentro un acierto patente el empleo de las «cajas» con las que Amat da mayor énfasis y trascendencia a sus hallazgos. En efecto, ya no basta el simple marco para definir el espacio en donde está la pintura. Estas cajas, que recuerdan las usadas por los entomólogos para guardar ejemplares preciosos de su colección, dan a las creaciones de Amat una presencia, una vigencia mucho más elocuentes y valederas que las que proporciona el marco tradicional. Estas aves, estos objetos allí detenidos para siempre, anuncian su destino con no sé qué inquietante permanencia que me recuerda la eficacia de ciertos instantes perpetuados en poemas de Rilke o de Lubicz Milosz. Algo como los trasfondos del misterio, esa otra claridad que apenas pueden nombrar precariamente las palabras.
Nadie como Amat había logrado antes con tal intensidad y certeza el descubrimiento alucinado de un mundo de formas, colores e inquietantes relaciones. Mundo que hasta ahora solo habíamos percibido vagamente por estar disperso, oculto y esquivo a la cotidiana rutina de nuestra experiencia mexicana.