Frederic Amat en México... Álvaro Mutis

De todas las artes es la pintura la que celebra con mayor certeza el milagro de la creación absoluta. Un solo cuadro enriquece y modifica para siempre la plenitud del universo. El azar impreciso del ejecutante nos esquiva la experiencia total de la música. El cotidiano usarse de las palabras para la gris rutina del vivir, lastra la poesía de imprescindibles impurezas. El pintor no tiene intermediarios, su instrumento y su materia son la esencia misma de lo que crea. Giotto no es solamente todo el ocaso medieval; es, además y por sobre todo, un mundo autónomo y vastísimo, paralelo al que asistiera a los albores del Renacimiento. Velázquez es más que la sombría crónica del atónito ocaso de los Austrias. Los soleados jardines mediterráneos de Bonnard sobreviven con inapelable vigencia al bastardo deterioro del mundo que los vio nacer.

Esto, para dejar bien clara mi certeza de la elocuente inutilidad de la palabra cuando nombra o se ocupa de la pintura. Toda la monumental arquitectura verbal de Malraux, al servicio de una pretendida meditación sobre la plástica, viene a parar más bien en un tratado sobre la experiencia de Dios intentado por un teólogo que se ignora. Propongo, dicho lo anterior, una precaria suma de impresiones sobre la pintura de Frederic Amat hecha en México. El milagro se instala con delirante elocuencia. Toda la abigarrada magia de un mundo secreto, todo el milenario vocerío de presencias y fuerzas que, para el común de los mexicanos, son materia familiar pero esquiva y negada siempre, toman posesión de un artista que hasta entonces había manejado con destreza mediterránea los demonios de su pintura.

Toda comparación es vana y solo denuncia la limitación de quien acude a ella para suplir una carencia verbal, pero no he podido dejar de pensar siempre en Malcolm Lowry al tiempo que recorría la obra de Amat nacida de su encuentro con México. Igual vértigo, idéntica certeza en los hallazgos, la misma entrega del hombre a potencias que le son familiares desde siempre pero que había descartado encontrar ya alguna vez en un mundo como este que padecemos, en donde solo reinan los monstruos de la razón a que aludía ese otro alucinado que es Don Francisco de Goya.

Hay en esta obra mexicana de Amat una minuciosidad amorosa en la narración y una certeza en el hallazgo de los signos que indican que su encuentro con México y, más precisamente con Oaxaca, pertenece al orden admirable de lo que estaba preparado desde siempre. Como sucede en tan excepcionales ocasiones, Amat va mucho más lejos, llega a regiones más recónditas de lo conseguido por otros artistas nacidos en México.

Encuentro un acierto patente el empleo de las «cajas» con las que Amat da mayor énfasis y trascendencia a sus hallazgos. En efecto, ya no basta el simple marco para definir el espacio en donde está la pintura. Estas cajas, que recuerdan las usadas por los entomólogos para guardar ejemplares preciosos de su colección, dan a las creaciones de Amat una presencia, una vigencia mucho más elocuentes y valederas que las que proporciona el marco tradicional. Estas aves, estos objetos allí detenidos para siempre, anuncian su destino con no sé qué inquietante permanencia que me recuerda la eficacia de ciertos instantes perpetuados en poemas de Rilke o de Lubicz Milosz. Algo como los trasfondos del misterio, esa otra claridad que apenas pueden nombrar precariamente las palabras.

Nadie como Amat había logrado antes con tal intensidad y certeza el descubrimiento alucinado de un mundo de formas, colores e inquietantes relaciones. Mundo que hasta ahora solo habíamos percibido vagamente por estar disperso, oculto y esquivo a la cotidiana rutina de nuestra experiencia mexicana.

D'una col·laboració... Joan Brossa (juliol de 1979)

Mirem com les branques d’un avet floreixen tendrament. Darrere una manta d’indi mexicà el pintor Frederic Amat apila restes de columnes i pedres: reunides sembla que haurien de formar una piràmide. Contrasten els colors esclatants. Calaveres amb barret de copa i barret de palla (el cercle etern: mort i naixença). Els homes, immutables, són els mateixos de fa mil i un anys; un tic-tac idèntic.

De què serveix el coratge? Tot això havia de ser el tema per construir una obra conjunta. Jo portava de cap un llibre poètic amb objectes manipulables —una idea que anys endarrere havíem de realitzar amb Antoni Tàpies i que tanmateix no va reeixir. L’Amat va tornar-se’n a Mèxic i em va trametre les primeres peces del llibre. Per als meus propòsits, vaig triar les que comporten una acció; mentrestant barrinava la manera d’endegar literàriament la nostra afinada aventura.
Al capdavall va predominar la idea inicial de compondre una mena d’opuscle per ajudar el “lector” a combinar el material i a canalitzar-ne l’expressió. (Després m’ha semblat innecessari.)
En tornar de Mèxic el meu amic amb una gorra negra i un mocador d’herbes per cinturó vam començar a traginar les bigues pel carrer.

Però la gota d’aigua venia de l’interior. La nuvolada fosca arribava del desert. El pintor, amb una estora i una gàbia, s’inclinava damunt els pergamins. ¿Per què tants d’esquelets dispersos tot i que els xais saben nedar? Que és l’art? Sentim petar les tralles en l’aire. Un indi vell ens mira amb ulls oblics. És cert que els colonitzadors espanyols marcaven al front els indis i el bestiar. Heus aquí un ferro roent ianqui. Cranis i pedres formen una muntanya. Ahir a la nit van robar un cavall. En aquesta cassola hi rentaven l’or. Nedem cap a la riba! Les noticies d’aquesta caixa són un secret. Buidem-nos les butxaques de papers. El pla detallat ha desaparegut sota l’aigua. Amb tot, traieu-vos el rellotge i podreu mirar l’hora al clar de la lluna.
Les possibilitats esdevenen igualment atractives; vull dir que l’element literari hi circula, però sense fanal: així els objectes susciten associacions a gust del contemplador. El mateix podríem afirmar de certs fragments musicals.

Teoría de las ofrendas... Fernando Savater (San Sebastián, 25-9-83)

Y la niña que danza y la que duerme en una caja de cañón con flores.
Octavio Paz

Hay cosas que no pueden ser derrotadas. Sorpresas de fuego y nieve, gestos sin réplica, agujas, sobos, ciertas expresiones malsonantes, otras luces, dos versos, la tarde aquella: regalos. La generosidad se afirma, aun tiritando, y sabe que nos maravilla. Como es debido.

Vienen las graves figuras de este nuevo tarot, trayendo sus dones enigmáticos, insolventes. La enorme cabeza preñada de sueños no se doblega, porque opinan que la humildad del donante nada tiene que ver con el orgullo-morboso de sentirse humillado. Son rastros los rostros

Las huellas de fuerzas sin voz pero con imagen, pacientes, atónitas, nubladas por el acopio sutil de tantos mitos. La cabeza de pez remata la genuflexión del esqueleto y es también el divino triángulo desde donde observa casi con resignación el ojo inconcebible de la omnipotencia. Un dios muerto, arrodillado, que se ofrece hacia arriba. Donde ya no puede haber nadie

El toro demasiado cargado de símbolos retumbantes se acoge al alivio de las hogareñas zapatillas, mientras el caballo que fue su arquetípico enemigo y víctima suspende su carrera para dedicarse a la contemplación de lo que trae entre manos. Sujetos por el vínculo misterioso de sus obsequios, como la niña hipnotizada y rubia que ha recogido en una bandeja la cabeza ahora apagada que vio llamear Gustave Moreau. En los dones se aprende el sentido de las cenizas.

Al fondo, apenas entrevista, la sombra sin bulto del minotauro celebra rituales que cabe suponer amorosos. Una cortina —telón teatral y también aquella en la ducha del motel, tras la que Janet Leigh adivinó la ambigüedad de su asesino— distancia para siempre esas laberínticas pasiones. Preso y víctima, maldición y rehén, tiene el desdichado hijo de Minos razones sobradas para considerarse el santo patrono y mártir de las ofrendas. También Asterión rumia sus ocios de bovino en una caja enorme y complejísima, en una bombonera fatal, también él aguarda la entrega comedida de las doncellas, también en él se dan a la vez la condición de obsequio y la de obsequiado. Vive en las sombras y nadie ha de ver impunemente su rostro imposible. Practica la caricia con resultados primero tiernos y luego atroces; espera al liberador que consumará finalmente su sacrificio. Rojos, verdes, pálidos dorados, la silueta aberrante y mítica jadea sobre un cuerpo inmolado y es, probable que ella no se atreva mientras tanto a abrir los ojos.

Ofrenda, donación, envoltorio, cofre, lo guardado sobre terciopelo, el continente y lo contenido: secreto. Vivir es entregarse y sustraerse, conservarse en la entrega: así el sobre que trae la carta de amor, el fruto cuya cáscara hay que romper, el huevo o la palabra. «Yo doy cuando quito y quito al dar», dijo Dionisos, cuya generosidad cruel y vertiginosa mereció ser llamada por Nietzsche «la virtud que hace regalos».

Y el sutil Georg Simmel señala: «Sólo pueden darse por entero sin peligro, aquellas personas que no pueden darse por entero, porque la riqueza de su alma consiste en una renovación constante, de suerte que después de cada entrega les nacen nuevos tesoros, porque tienen un patrimonio espiritual inagotable y no pueden revelarlo o regalarlo de una vez, del mismo modo que el árbol, con dar entera la cosecha del año, no compromete la del año siguiente.» La ofrenda es así, como quizá siempre supimos, metáfora privilegiada de la vida, pero sobre todo y más concretamente emblema inconfundible del empeño artístico. Porque en el arte hay regalo y hay secreto, se nos concede algo precioso cuya compleja sencillez desnuda nunca poseeremos del todo y experimentamos a través de sentidos y emociones la vinculación inagotable que nos abraza con lo que nunca deja de ofrecerse: las luces, las aguas, las cortezas, lo sin cálculo.

Frederic Amat practica la voluptuosa ascética de sus rugosos materiales, de sus pigmentos metonímicos que se superponen, de sus ofrendas que desafían la rígida contraposición entre «dentro» y «fuera», conservando en todo momento la insensata buena fe y la incansable determinación de un niño que juega, tal como precisamente aconsejó Stevenson a su joven artista.

Este recital de velamientos y enigmas que condesciende a veces con lo barroco deja como regusto final un sabor de pureza. Pura es esta pintura diferente, como es pura la severidad oferente de la virgen en el sacrificio y pura la desolación del minotauro que la acoge. Como es pura la línea fría de los labios en la cabeza cortada que nos traen al final del banquete.

Rituales secretos de la retina... Rafael Argullol

Hace poco leí que el rey de una tribu de Kenia había desterrado la noche para librarse de las pesadillas que le invadían al llegar la oscuridad. Era una hermosa historia de poder y cobardía, aparentemente llena de exotismo. Pero no era exótica. Inmediatamente me dio la impresión de que, cierta o no, constituía una metáfora perfecta de la conducta humana y de que aquel tirano tribal era, en realidad, cualquiera de nosotros.

Estamos habituados a desterrar la noche para evitar sus secuelas. Aunque, en el fondo, sabemos que la noche, más poderosa que la capa de luz con que nos defendemos, regresa siempre a su dominio. No tenemos más remedio que repetir la operación: cada día, como pequeños sísifos, arrastramos nuestra roca luminosa, alejándonos de la penumbra a la que tememos. En este tramo del camino, antes de la nueva caída, surge lo que ha sido buena parte de nuestra cultura y nuestro arte.

Lo que llamamos civilización es el fruto del miedo a la oscuridad, del mismo modo que la expulsión de la oscuridad —o la simulación de esta expulsión— ha sido la mentira mejor guardada de la civilización. Lejos de cualquier exotismo ese rey keniano demostraba ser ya un hombre auténticamente civilizado que, con su actitud, dejaba atrás toda huella de salvajismo.

Sabemos, sin embargo, que también existen quienes —tal vez con rara vocación salvaje— se niegan al exilio de la noche, pues se encuentran dispuestos a indagar en sus enigmas. Insatisfechos de habitar sobre la corteza superficial de las cosas tratan de sumergirse en el subsuelo, con la convicción de que es allí donde se hallan los tesoros. Quieren conocer, aunque sea fragmentariamente, el otro lado de la existencia. Son, por decirlo así, espeleólogos de la sensibilidad para quienes la materia del mundo encierra un caudal de presencias que debe ser rescatado. No reniegan de la luz, a la que necesitan retornar, pero desean aventurarse en el universo de las formas interiores. El pequeño Sísifo, en medio de su periplo, se ensimisma con el roce de la penumbra: hay, asimismo, una cultura y un arte, más arriesgados por más audaces, que pertenecen a este ensimismamiento. En ellos la conciencia posee un doble, oculto, que actúa de maestro de ceremonias mientras el ojo, dejándose guiar por la otra retina, se introduce en sus rituales secretos. La pintura de Frederic Amat también se deja guiar por la otra retina, convirtiéndose en reflejo de sus rituales. Es una pintura de visiones que proceden de una herida abierta en la piel del mundo y a través de la cual brotan imágenes inquietantes. La memoria ha manejado su bisturí, liberando los sueños agazapados en el espacio interno de la materia. Sin embargo, la memoria ha manejado también la escuadra, destilando y ordenando. Por eso la pintura de Amat sugiere concisión y desnudez.

Creo que esta sugerencia es justa siempre que en ella se vea la culminación de un proceso depurador, casi ascético, en el que las estructuras finales, de considerable pureza, contienen una rica multiplicidad de testimonios. Esta conquista es, necesariamente, la consecuencia de la plena madurez artística. Amat, como buen espeleólogo de la sensibilidad, ha aprendido a orientarse en el caos informe de las sensaciones. Se ha ejercitado en el recorrido de los trayectos que atraviesan el subsuelo. Después, poseído el botín, ha pulido con rigor las piedras preciosas, sometiendo lo sombrío y lo monstruoso en la red de una organización constructiva precisa: la pintura como un sendero de conocimiento.

Más exactamente: el conocimiento que nos proporciona la pintura de Amat es el conocimiento de una metamorfosis que se desarrolla implacablemente mientras materia y memoria protagonizan su fecundo juego de espejos. Y así los rituales de esta mirada distinta van conformando su propio reducto mítico.

Todo arte de envergadura acaba generando su mito, y en ello estriba su fuerza y su posibilidad de trascendencia. El logro sobresaliente de Amat como pintor es, a mi parecer, haber alcanzado a proponer su mito personal. Se trata de una apuesta ambiciosa, aunque precisamente —en un horizonte cultural escaso en apuestas— esto es lo que le otorga valor.

La pintura de Frederic Amat no ha desterrado la noche. La lleva incorporada, junto a sus estigmas. No es una pintura del temor sino de la audacia: la aventura de hurgar en los tensos yacimientos de la conciencia. El resultado merece la experiencia. Lo que ha sido sacado a la luz quizá sea terrible, pero lo que se muestra a nuestros ojos de espectadores posee la misteriosa belleza de los descubrimientos verdaderos.

Catálogo de la exposición en la galería Joan Prats / Artgráfic. Barcelona, junio de 1992.

Los alimentos posterrestres... Félix de Azúa (Maig de 1996)

Catálogo de la exposición de Frederic Amat en Galeria Cyprus Art (Sant Feliu de Boada, Girona, junio-julio de 1996)

Las más antiguas piezas de cerámica que conocemos son recipientes de arcilla cocida cuya utilidad era doble: como urna fúnebre servían para guardar las cenizas y los huesos de los muertos; como jarra doméstica contenían los alimentos esenciales de los vivos, grano, aceite, vino, harina, sal.

Los utensilios de cerámica son la huella más arcaica de nuestra cultura sedentaria. Los pueblos de cazadores, nómadas y ligeros de equipaje, llevaban sujeto al cuello o a la cintura un saquito de cuero con las cenizas de sus muertos; no precisaban de mayor atadura para la memoria. No almacenaban, no enterraban, no conservaban sino lo mínimo para una vida tan volátil. Se desplazaban como los animales a los que daban caza y a los que deseaban parecerse. Se consideraban familiares extraños, quizás decaídos, menos poderosos pero más astutos que aquellas hermosas bestias.

Los pueblos sedentarios que sucedieron a los cazadores en el dominio de la tierra abandonaron a los animales y entraron a formar parte de otra familia más abstracta; una familia cósmica e inmortal. Los agricultores ya no fueron hijos del bisonte o del gamo, del mandril o de la cobra, sino de las estrellas, de los ríos, de las palmeras, de la luna fructificadora de vientres femeninos y de las semillas enterradas como vírgenes dormidas que rompen la tierra en busca de luz.
La cerámica nació para recoger esos frutos terrestres, el grano de la espiga, el vino de la uva, el aceite de la oliva, los dátiles de la palmera. Y si la vasija recogía y protegía los alimentos terrestres, ¿cómo no iba a recoger nuestras cenizas?
La arcilla vuelve a la arcilla y el cuerpo que creció vivificado por el vino el grano y el aceite vuelve a sepultarse en la tierra que le alimentó. El muerto se guarda en la urna de arcilla, como el vino, como el aceite, como otra semilla cuyo misterioso renacimiento puede acaecer en una primavera cósmica. Para el agrícola arador de hondos surcos, también el muerto era un alimento terrestre.

Han pasado seis mil años. Nadie puede jurar que no se haya producido una regresión y seamos, de nuevo, un pueblo de cazadores. Sin duda, ya no estamos unidos a las estrellas y a la luna. Ahora podemos fructificar los vientres femeninos en laboratorio, con esperma congelado.

Los alimentos terrestres crecen ahora impregnados de productos químicos y la tierra la labran las máquinas. Hay uvas en diciembre, las ciudades no conocen la noche, gaviotas mochales siguen a los tractores, y seguramente los leones del zoo comen harina de pescado. Seguimos enterrando, pero para engordar uno de los mejores negocios que se conocen, el de pompas fúnebres. Seguimos enterrando para mantener puestos de trabajo.

Tampoco somos exactamente sedentarios. Es cierto que apenas nos movemos, sin embargo, damos saltos colosales a través de los océanos. Volamos de Barcelona a Sidney, cazamos allí nuestra presa, y regresamos a la madriguera entre medianeras. Todo ha durado menos de una semana. A veces no es preciso ni siquiera desplazar el cuerpo; también cazamos lanzando una lengua de iguana a través de circuitos electrónicos que cubren todo el planeta. Cazamos la mosca informática en el otro extremo del mundo, y la engullimos. La caza planetaria ha durado segundos.

Quizás somos de nuevo cazadores, pero a diferencia de los cazadores arcaicos, ya no pertenecemos a ninguna familia animal. Ni siquiera a la familia humana. Precisamente hemos desarrollado una especial habilidad para cazar seres humanos, nuestra presa favorita y de la que hacemos mayor consumo. En las grandes cacerías, matamos a los humanos por millones de piezas. El recuerdo de esos destrozos apenas dura una generación.

La cerámica que hoy necesitamos, por lo tanto, no puede parecerse en nada a la que inventaron aquellos pueblos que miraban constantemente al cielo y leían en las estrellas, a finales del Neolítico.
La nuestra es una cerámica que también contiene alimentos, pero son nuestros alimentos, o los que se nos preparan en un futuro cada vez más a la mano. Y son, necesariamente, muy peculiares.
He aquí el sarcástico menú que ha ideado Frederic Amat:

  1.  Cincuenta ojos extirpados con cucharilla flotan en su propio jugo, encerrados por un anillo de tinta seca.
  2.  La cabeza de Medusa agita sus serpientes sobre un fondo de nieve vieja. Los espasmos de los decapitados se llaman “peristálticos” y van acompañados por una fluxión de humores orgánicos.
  3.  Doce frutas se pudren sobre un líquido grisoide. El esfínter muestra ya el cerco de la necrosis.
  4.  Las lenguas rojas, hinchadas de sangre, se chupan los jugos unas a otras a través de tubos negros.
  5.  Las lenguas lívidas, en cambio, se contemplan en el charco de un pozo fangoso, cuarteado por la sequía.
  6.  Sesos todavía mojados, bailan sobre una lechuga exangüe de Chernobil. Tiritan antes de hacerse virutas.
  7.  Las vísceras nadan en su propia sangre; troceadas días atrás, los bordes cortados ya negrean. En su interior late el desove de las moscas azules.
  8.  Un puñado de huesos roídos se amontonan en el trébol eclesiástico de San Babón. Es todo lo que queda del Cordero Místico.
  9.  Las ranas carbonizadas saltan sobre un asador de arena hirviente.
  10.  La chumbera estéril se hincha de aire por los agujeros de inexistentes higos. Pronto va a reventar con silbidos mefíticos.
  11.  Almejas y moluscos levantinos atraviesan con sus trompas el espeso charco amarillo buscando algo que respirar, y nada encuentran.

Las cerámicas de Frederic Amat están aureoladas con el atavismo prehistórico que toda gran pieza de cerámica lleva consigo y en el que reposa su autoridad. Siguen siendo tierras cocidas, metales oxidados, esmaltes acharolados. Pero estos platos, que no dudo en calificar de “arqueológicos”, sugieren una arqueología invertida y perversa, una arqueología del futuro. Si la cerámica fue inventada para contener y mostrar los alimentos terrestres, las cerámicas de Frederic Amat contienen y muestran los alimentos posterrestres.

Frederic Amat: doce cabezas, doce mundos, doce intuiciones... Jorge Wagensberg

Exposición Frederic Amat en Casa Luis Barragán (Ciudad de México, 2006)

En el vacío, cuando no hay ni siquiera espacio, la forma más probable es la mínima superficie que encierra un volumen, la esfera. Así emerge la frontera más perfecta que separa un dentro de un fuera, la más simétrica. Luego, a medida que la realidad se va llenando, la esfera se distorsiona y otras formas se abren paso a la realidad del mundo. Así, los cilindros de los troncos y los conos de las frondas muestran todo lo esférico que se puede ser en una realidad cuya isotropía está rota por la verticalidad de la gravedad y por la oblicuidad de la luz del sol. Así, cuando no hay movilidad voluntaria y los animales están fijos o van a la deriva, cuando comer significa simplemente colisionar por azar con el alimento, las formas aún recuerdan la simetría circular: medusas, erizos,… Pero comer por casualidad no es una estrategia brillante. Cuando la incertidumbre arrecia y la competencia aumenta, se impone el movimiento. Pero moverse por decisión propia implica una dirección de privilegio, justamente la dirección del movimiento. Y la simetría se rompe. Pero el movimiento es una prestación de alta complejidad. Para ir a la deriva u ocupar una posición fija en el espacio no se necesita percibir ni procesar información. El movimiento voluntario en cambio requiere un centro capaz de todo eso y, además, de tomar decisiones. Sea el cerebro. Sea una cabeza. Sin cabeza no hay movimiento, donde movimiento es aquí la capacidad voluntaria y expresa de generar cambio. ¿Para qué el movimiento? Pues para gobernar el intercambio de materia, energía e información con el resto del mundo.

Un mundo de cabezas sugiere un mundo de cambios, los necesarios para perseverar en la incertidumbre. Frederic Amat ha producido doce cabezas, doce movimientos, doce mundos de cambio. La cerámica es idónea, por material y por técnica, para dar cuenta de esos mundos. La cerámica permite moldear en tiempo humano lo que la selección natural esculpe en tiempo geológico. Es el barro girando en el torno mientras los dedos del artista distorsionan a partir de la simetría circular. La simetría circular es visible en las doce piezas, pero sólo como una reliquia ancestral. Sobre las distorsiones de revolución emergen orificios y protuberancias cuya función es comunicar el propio interior del ser vivo con una de sus partes vitales, su propio exterior. Es la intuición científica del artista. Doce cabezas, doce mundos, doce intuiciones.

Hay cabezas de seres arcaicos que sobreviven pese a su simplicidad. Hay cabezas de seres progresivos que, con sus accesorios superfluos, se adelantan a su tiempo y anuncian la supervivencia ante un golpe, hoy insospechado, de la incertidumbre. Son cabezas llenas de soluciones a problemas que aún no se han planteado. Hay cabezas de seres extinguidos prematuramente. Hay cabezas de seres regresivos que sobreviven gracias a la estabilidad del mundo; son seres que han reducido su elasticidad, incluso su movilidad y que buscan de nuevo la isotropía. Hay seres que se han especializado en la reproducción, en seducir y ser seducidos, en llenar su entorno de efluvios irresistibles. Hay cabezas especializadas en ser penetradas y cabezas diseñadas para penetrar. Hay cabezas que parecen renunciar a todo lo que no sea preguntarse por la realidad del mundo y cabezas que parecen no renunciar a nada. Hay cabezas, trufadas de sensores, atentas a la mínima vibración del entorno y cabezas de seres superprotegidos, quizá subterráneos o inmersos en poblaciones de muchos individuos indiferentes a los caprichos de la fluctuación exterior. Todos esos mundos existen no sólo en la globalidad del reino animal: existen también, a otra escala, dentro del conjunto de los seres humanos. No hay función vital que no se consagre con un estímulo. Así el hambre respecto de la nutrición, la sed respecto de la hidratación, la libido respecto de la reproducción, el dolor respecto de la salud, la curiosidad respecto del conocimiento… todo ello, en el límite, con un sustrato común: el placer. Quizá sea el concepto que más comparten todas las cabezas que han emergido en la realidad de este mundo, que más comparten las cabezas humanas y que más comparten las doce piezas de Frederic Amat.

Frederic Amat, el arte de los signos... Emili Teixidor (invierno 2011)

Revista Mètode, núm. 72 (Universitat de València, invierno 2011)

Todo cuanto puedo decir sobre Frederic Amat y su obra tiene dos partes bien diferenciadas. La primera es totalmente subjetiva y sesgada por el afecto que le tengo, pues lo conozco y lo he visto crecer como persona y como artista. Lo tuve en la escuela desde que la empezó hasta que terminó la secundaria, ya adolescente. Además, la casa donde vivía estaba justo enfrente del colegio y por la noche, desde mi residencia cercana al edificio escolar, yo veía encendida la luz de la ventana de su estudio o habitación, y un día le pregunté qué hacía levantado hasta tan tarde y contestó que pintar y dibujar. Más tarde, cuando me convencí de su pasión por la pintura, lo recomendé a un buen amigo y director del Teatre Lliure, Fabià Puigserver, un artista consagrado, para que aprendiese al menos a hacer decorados, ya que el camino del pintor solía ser largo y fatigoso. Solo diré que cuando, tras años de aprendizaje, Frederic decidió poner fin a la colaboración y buscar nuevos caminos, Fabià me pidió si podía mandarle “otro muchacho como Frederic Amat”. Pero eso ya es otra historia.

Me reafirmó en la firme vocación artística de Frederic el hecho de que, tan próximo a los escenarios y la gente de teatro, jamás se sintiera tentado de ser actor, ni por la pequeña o gran vanidad y alimento del ego que todos los jóvenes suelen tener: a él lo apasionaban las formas y los colores, nada más. Una vocación, una dedicación, decididas desde el primer momento, desde los momentos de la ventana iluminada al caer la noche. De modo que, como persona, tengo a Frederic por un familiar cercano, entrañable, por un amigo que nunca se aparta por lejos que esté. Luego está la segunda parte, y es la de su obra, sus obras. No soy crítico de arte y sus cuadros y obra gráfica en general me producen un efecto especial, como una iluminación, como un camino nuevo que sale a mi encuentro, que solo hallo en algunos artistas, los que me gustan, claro está. En este aspecto trato de ser objetivo. El trabajo creativo de Amat con los signos y símbolos, con la combinación de formas y colores, es inusual, fantástico en el sentido de estar lleno de fantasía y de sugestiones, de ser el camino de un mundo nuevo cuyas claves secretas y enigmas por resolver nos ofrece el autor. Cada nueva obra es un universo por descubrir, a veces solo por las huellas que deja el misterio. La verdad, la bondad, la belleza… siempre se esconden y hay que descubrirlas. Después de pasar por la tierra de Frederic Amat, los ojos se habitúan a mirarlo todo de otra manera, de otra forma. ¡Mucha vida, y muchos signos para entrar en ella!